1- Los treinta peregrinos Loreneses

          El Maestro Huberto, que fuera en el siglo XI canónigo de la Iglesia de Santa María Magdalena de Besançon,  de quien fue considerado piadosísimo clérigo, nos deja el relato de uno de los mayores testimonios del valor de la  protección de Santiago Apóstol a sus peregrinos, en el libro II del Códice Calixtino, que es parte del registro de la Memoria del Mundo, y donde lo presenta así: “De los treinta loreneses y del muerto a quien el Apóstol llevó en una noche desde los puertos de Cize hasta su monasterio”.

          Cuenta en su relato que, movidos por una piadosa devoción, treinta caballeros de la Lorena, determinaron visitar la basílica de Santiago de Galicia el año 1080 de la Encarnación del Señor, y como quiera que la mente humana cambia tanto en sus propósitos y planteamientos en tareas de prometer fidelidad y servicio mutuo, hicieron pacto por su fe jurando ayudarse mutuamente y guardarse lealtad, con excepción de uno, que no quiso ligarse al compromiso a través del juramento, quizás porque no consideraba necesario someter a juramento colectivo lo que entendía como una obligación moral personal. Luego se verá cuan baldío puede ser el corazón humano para cumplir sus promesas, y cuan generoso puede serlo otras veces para cumplir libremente lo que es de justicia y deber de buen cristiano y caballero.   

          Puestos en camino, llegaron sin novedad a la ciudad de Gascuña llamada Porta Clusa, donde uno de ellos, habiendo caído gravemente enfermo, no podía en manera alguna continuar su viaje, por lo cual sus compañeros, según la fe jurada, fuéronle conduciendo a caballo unas veces, en brazos otras, hasta Portus Cisere, empleando quince días en un camino, que los que van libres suelen recorrer en cinco. Finalmente, cansados y tristes, olvidando la promesa pactada, resolvieron abandonar al enfermo a su suerte, confiando acaso que pudiera, en solitario, dar solución a su estado.

          Tal hicieron todos menos aquel que no había querido ligarse con juramento, quien dando prueba de lealtad no comprometida sino inspirada en la piedad, decidió asistirle como si fuera el buen samaritano, y no solo no separándose de su compañero necesitado sino, al contrario, continuar con él su camino trabajosamente. Así llegaron hasta Ostabat y después a la aldea de Saint-Michel, al pie del puerto de Cize, en donde el enfermo le pidió que siguiera solo ante la dura subida que tenían delante, ante lo que él respondió que nunca le abandonaría. Subieron a la cima y fue en su cumbre, a la caída de la tarde, cuando el alma del peregrino enfermo abandonó su cuerpo, acompañada del bienaventurado Santiago y fue colocada en el descanso del paraíso, donde recibió el premio de sus virtudes.

          Aterrado el caritativo peregrino por la soledad de aquel áspero monte, por las tinieblas de la noche, por la vista del difunto, por las gentes bárbaras que habitaban aquellos montes, y no esperando humano socorro, ante la desesperación y soledad del momento encontró refugio moral en poner todo su pensamiento en Dios, pidiéndole fervorosamente su auxilio. Y El Señor, que es fuente de misericordia y no abandona a los que esperan en él, se dignó a asistir al desolado peregrino enviándole al mismo Apóstol Santiago, el cual se le apareció en traje de guerrero, montado a caballo. “¿Qué haces aquí, hermano mío?”, dijo a aquel infeliz, a quien la angustia estaba a punto de arrancar el alma. “Señor, le contestó, tengo ansias vivísimas de dar sepultura a este mi compañero, pero no hallo modo de hacerlo en medio de esta inmensidad”. A lo cual repuso aquel: “entrégame el cadáver y monta tú también tras de mi hasta que lleguemos al lugar de la sepultura”. Y dicho y hecho, el Apóstol recibe en sus brazos al difunto que coloca delante de sí, y hace que el peregrino monte detrás.

           ¡Oh maravilloso poder de Dios y prodigioso patrocinio del bienaventurado Santiago! Recorriendo en aquella noche el camino de doce jornadas, antes de la salida del sol, se apeaba el Apóstol en el monte del Gozo, una milla antes de su monasterio, y dejaba en tierra a los que traía consigo, ordenando al vivo que fuese a rogar a los canónigos de dicha basílica diesen sepultura a aquel peregrino del bienaventurado Santiago. Enseguida añadió: “Cuando veas que se han verificado con el debido honor las exequias de tu difunto, y cuando regresares, después de haber permanecido una noche en oración, según costumbre, hallarás en la ciudad de León a tus compañeros a quienes dirás: Puesto que no os habéis portado fielmente con vuestro compañero abandonándolo a su suerte, el Apóstol os hace saber por mi conducto que mientras no hagáis la debida penitencia, no recibirá con agrado vuestras preces ni vuestras  peregrinaciones”. Fue en este punto cuando por fin entendió el piadoso peregrino que el que le hablaba era el mismo Apóstol de Cristo, y quiso echarse a sus pies, pero el soldado de Dios, desapareció de su presencia.

          Cumplidas todas sus devociones, y siguiendo las palabras de su protector, inició el peregrino piadoso el viaje de retorno, en el que halló en la mencionada ciudad a sus compañeros, a quienes relató con precisión cuanto le había sucedido desde que se separaron, y cuáles eran las exigencias y amenazas que había pronunciado el Apóstol contra ellos por no haber sido fieles a su compañero. Admirados de lo oído y avergonzados y arrepentidos de su conducta, confesaron su falta ante el obispo de León, quien les impuso penitencia allí mismo, y completaron luego su peregrinación para mayor gloria del Apóstol Santiago.

          Muy probablemente Huberto, primer autor del relato, se hallaba entonces en Santiago, y vio y trató al peregrino que había permanecido fiel, como a los que desampararon al compañero de quien habían jurado no separarse hasta la muerte. Según el autor francés Pierre David en sus estudios y trabajos sobre el Liber Sancti Jacobi, considera que Huberto de Besançon debió ser un personaje histórico de cierta autoridad; no en vano Besançon era también la patria chica de Guido de Borgoña (papa Calixto II; 1119-1124), con quien debió tener un vínculo notable. La fama del prodigio se extendió con rapidez, y el relato fue insertado en el Códice del papa Calixto II, después de ser confeccionada su redacción final en el Concilio I de Letrán (1123).

          El prodigio referido es también relatado posteriormente en las hagiografías de Vincent de Beauvais (1190-1264) en su Speculum Historiale y Jacques de Voragine (1228-1298), en su Legenda Aurea narran los milagros del Calixtino.

          En el mismo Monte del Gozo, y en el lugar en que fue sepultado el peregrino lorenés, cuyo nombre, Godofredo, nos aporta Castellá Ferrer (1567-1612), fue alzada una capilla en honor de san Lorenzo, aunque era conocida vulgarmente con el nombre de iglesia del Cuerpo Santo. A ella, como a la de San Marcos, se dirigía en otro tiempo procesionalmente una vez al año el cabildo catedral, en testimonio de lo grato que era al Apóstol la peregrinación a Compostela. En el Siglo XVII era muy visitado el sepulcro do Corpo Santo, según el testimonio de Castellá Ferrer (Historia de Santiago Zebedeo, lib III, fol 226 vuelto); y en diferentes iglesias y altares consagrados a nuestro santo Apóstol en diferentes puntos de la cristiandad, como la tabla pintada en 1441 por Giovenale Johanilis de Orvieto conservada mucho tiempo en la que fue Cappella di San Giacomo de la iglesia de Santa Maria Araceli de Roma, hoy  Capilla de San Michele Arcangelo.

          Relata López Ferreiro (1837-1910) en su Historia de la Iglesia de Santiago, que en un altozano cerca de la ciudad estuvo la capilla de Santa Cruz que después se llamó Manxoi (del francés Montjoie) y del Cuerpo Santo, fundada sobre el sepulcro del peregrino. Esta capilla era distinta de la actual de San Marcos, y estaba a unos dos kilómetros más próxima a la ciudad, sobre un altozano, cubierto hoy de pinos, a la derecha de la carretera de Lugo. Fue lugar muy venerado, y en el que durante los siglos XII y XIII se recogían abundantes limosnas. En el siglo XVII quedó abandonada la capilla, y hoy apenas se descubren sus cimientos. Pierre David, no obstante, considera que esta identificación es tardía y está inspirada en la lectura del milagro.

          Emblemático episodio el relatado aquí, a mi gusto el más atractivo de entre los que se cuentan como milagros del Apóstol Santiago, que además desmitifica la imagen de Santiago Caballero, tan vinculado al tradicional concepto de Santiago Matamoros. Es tradición diferenciar tres formas de presentar a Santiago: como apóstol, como peregrino y como caballero. Pero hay otras imágenes que muestran una figura intermedia entre Caballero y Peregrino, o Caballero y Apóstol; pero lo relevante, además de la moraleja de este relato, es que sobretodo Santiago es una figura protectora, que aporta más una función de vigilante, acompañante y benefactora del peregrino.

 

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