2- El monje Virila y el ruiseñor

          Es esta una leyenda de especial fascinación y ternura místicas, pues no en vano se trata del relato de un éxtasis espiritual, experimentado por un monje legendario, pero no por un arrebato religioso que le indujera al estado contemplativo del alma, sino que el impulso desencadenante del trance resultó ser un estímulo sensorial de singular atractivo para los oídos como el canto de un ruiseñor, potenciado aquí por una naturaleza exuberante y un clima particularmente amable para el cuerpo y grato para el espíritu. Cabría resumir que el motor de todo fue el deleite auditivo generado por la escucha de un canto único y extraordinario, que despertó un trance cuya consecuencia fue la vivencia de un estado de conciencia ausente y una vivencia temporal utópica.

          El actor principal del cuento es un tal Virila, un piadoso monje del siglo X que lo fuera del monasterio navarro de Leyre, si bien su protagonismo quedó velado durante largo tiempo por la entonación armoniosa de un pajarillo sinigual en esas lides como es el ruiseñor.

          Si tanto papel juega el lance canoro en esta narración, antes que atender al relato sería necesario valorar si el origen generador del encantamiento de esta leyenda fue o no capaz de incitar el ensimismamiento que nuestra historia propone.  Es el ruiseñor un ave de muy pequeño tamaño, que es reconocida sobre todo por su hermoso canto. Sus trinos y gorjeos pueden escucharse tanto de día como de noche, y pueden alcanzar singular esplendor en primavera, su época de apareamiento, donde despliega todas sus dotes de cantor para poder atraer a la hembra. Común en Europa, es ave migratoria que elige el continente africano para invernar, pero en primavera retorna a su hábitat natural con el fin de aparearse y procrear. Escuchemos su discurso canoro antes de proseguir.

          Ahora sí, ya estamos preparados para exponer la semblanza de este fantástico suceso, pero quiero pedir al lector cierta dosis de abstracción al situarse en el escenario, para comprender e interpretar con el mayor tino lo que aquí se cuenta.

          Es ésta una leyenda acontecida en el siglo X y vivida por Virila, un piadoso monje que llegó a ser abad del monasterio de Leyre, en las escarpadas montañas navarras. Llevaba nuestro hombre su fe con devoto esmero y ejemplar dedicación en todas sus ocupaciones monásticas, aunque un tanto preocupado por entender el misterio de la eternidad y la trascendencia humana, en modo que albergaba una duda en lo más recóndito de su pensamiento, un temor más bien, que se imponía a su voluntad y a su deseo por más que se esforzaba en evitarlo, y que consistía en recelar de que la vida que pudiera tener en el Paraíso, si algún día el Señor se lo concedía al finalizar su vida terrena, pudiera ser placentera a expensas de una labor meramente contemplativa de la perfección divina, si acaso no resultaría un tanto harto y cansado la reflexión continuada y permanente de un axioma tan trascendente y profundo, como si relacionara esa eterna ocupación como una labor que podría terminar en el hastío y le asustara no encontrar en ese futuro propuestas más ajustadas con el solaz del espíritu y el recreo del cuerpo, que bien sabido es que ambas partes de nuestro ser requieren armónico acomodo para que la dicha sea plena. Esta duda casi continua, a veces incluso durante el sueño, le mortificaba, y tanto que terminaba sintiéndose culpable por tales sospechas, y terminaba rogando a Dios que le liberara de ese embaucamiento que incluso veía como tentaciones del maligno.

          Cierto día, al acabar de rezar los salmos de la hora nona, acudió Virila a atender sus habituales ocupaciones en el huerto del monasterio como mejor modo de esquivar los que consideraba sus malos pensamientos, cuando un ruiseñor se posó en la rama de uno de los árboles del huerto y entonó tan melodiosos y armónicos trinos que detuvo sus labores para disfrutar mejor del espectáculo sonoro. Escuchar aquella acústica agilidad simultáneamente tan aguda y sutil, hizo olvidar a Virila su preocupación y lo llenó de una gran paz y dulcedumbre.

          Quiso entonces el monje acercarse más al ruiseñor para apreciar mejor su recital, pero el pájaro, asustado, voló a otro árbol más lejano. Virila reintentaba el acercamiento pero todo lo que lograba era provocar que el ruiseñor fuera volando de rama en rama, y distanciando su hermoso canto del monje quien, por no dejar de escuchar tan bella melodía, lo fue siguiendo hasta salirse del monasterio e ir alejándose poco a poco de él, hasta ir subiendo a sus montañas cercanas y adentrarse en una senda para él ya familiar y asidua, que le adentraba en el bosque, en el que a veces gustaba refugiarse con la excusa de que iba en labor de recolección de plantas medicinales para el monasterio. Allí es donde alcanzó la proximidad suficiente al ruiseñor, y una vez lograda se sentó, junto a una fuente, a  escuchar con tal gozo que quedó un breve instante extasiado de deleite, con los ojos cerrados, sintiendo que su alma se abría de par en par y era transportada al más allá; no fue por mucho tiempo, se lamentó pronto, pues el pajarillo detuvo su canto y emprendió el vuelo hasta perderse en la vista.

          Volvió en sí el monje y decidió regresar entonces al monasterio, pues había salido de él precipitadamente, sin advertir a ninguno de sus hermanos y bien podría ser que estuvieran preocupados por su injustificada ausencia. Pero se tranquilizó pensando que había estado poco tiempo alejado del cenobio y en ese lapso de tiempo consideraba que lo más probable era que no habrían notado su partida estimando incluso que nadie se habría percatado de que hubiera salido del convento.

          Observó entonces que el lugar en que había permanecido sentado y escuchando al pajarillo no parecía el mismo, que incluso él se notaba diferente, con una crecida barba blanca y una tonsura desdibujada, más bien inexistente, que su negro hábito era más añejo y raído, que el entorno de naturaleza parecía diferente y que en su camino de retorno notaba algo extraño, como si no fuera la misma senda que le había llevado hasta allí, que la vegetación era más espesa y los árboles de mayor tamaño. Llegó a pensar si no habría confundido la senda de retorno, ya que la conocía bien y aquella parecía otra, aunque luego recuperó algo la calma al divisar las primeras piedras del monasterio. Pronto le invadió una sorpresa mayúscula al advertir que aquel templo que se aproximaba a sus ojos no era el mismo que dejó hace un rato, pue solo identificaba una parte de él, mientras que el resto eran añadidos que hacían su figura mucho más elevada y grande. ¿Cómo podía ser aquello?. Al llegar ni siquiera encontró la pequeña puerta auxiliar por la que pudo salir sin que nadie apreciara su marcha, en modo que resolvió llamar a una puerta lateral que si reconocía, pero sin atreverse a dirigirse a la que parecía ser ahora su atrio principal de entrada, mucho más solemne y ornamentado, sin duda digna de monarcas y nobles de alta alcurnia.

          Un tanto aturdido por aquellos inexplicables cambios, Virila llamó a aquella puerta lateral del monasterio, y solo después de cierta insistencia terminó por abrirle un monje joven que nunca antes había visto, que tampoco dio muestras de conocerlo a él, y que además vestía un hábito blanco distinto a su vieja túnica negra. ¿Quien es usted buen hombre, con esos hábitos tan en desuso?, le preguntó el joven fraile. Soy Virila, monje de esta casa desde hace años. No es posible lo que me dice hermano, pues nadie hay aquí que responda por tal nombre. Alarmado y con la respiración entrecortada Virila se afanaba en recalcar su nombre y en insistir en que, aunque algo cambiado, ese era su monasterio, que solo se había ausentado de allí un instante, que incluso aún suponía estar a tiempo de incorporarse al rezo de vísperas, que necesitaba arrodillarse ante el santísimo, y que antes de terminar la jornada necesitaba tomar algo frugal pero sólido y después recluirse en su celda donde descansar de un largo día mientras conciliaba el sueño entre oraciones… y hablaba Virila precipitadamente sin comprender lo que ocurría, un tanto arrepentido de lo que había creído una falta menor y acaso fuera el castigo a sus osadas y pecaminosas elucubraciones; aunque albergando la esperanza de que el joven canónigo, aún sin tonsurar, pudiera aclararle la situación, se apiadara de su alma asustada y le ofreciera alguna salida a su inquietud creciente.

          El joven novicio terminó por compadecerse del venerable anciano que tenía delante y buscando alguna explicación le llevó al archivo del cenobio, donde se guardaban ordenadamente los libros además de viejos legajos y registros desde los comienzos del monasterio. El monje bibliotecario buscó en tales documentos y en uno muy antiguo encontró que efectivamente sí hubo, hace más de trescientos años, un monje de nombre Virila, con la explicación escrita de que una tarde salió del monasterio a la montaña y nunca más regresó ni se supo nada de él.

Virila quedó sin saber que decir ni que pensar, aunque vislumbraba que Dios le estaba dando una lección. El hallazgo ocasionó mucho revuelo en el convento y acudieron todos los monjes a la capilla a rezar y en pleno Te Deum de acción de gracias se abrió la bóveda de la iglesia y se oyó la voz de Dios:

– Virila, has pasado trescientos años oyendo extasiado el canto de un ruiseñor y te ha parecido un breve instante. Imagina cómo será la ventura vivida en el Cielo contemplando la Gloria del Altísimo con todos tus sentidos, en modo que gozarás la dicha eterna sin lugar para la fatiga ni la hartura.

          Entonces un ruiseñor entró volando con un anillo abacial en el pico que colocó en el dedo de Virila, que fue nombrado abad del convento, hasta que algunos años después, Dios le llamó a gozar de la gloria eterna.

          Hasta aquí llega el relato de esta fascinante leyenda, de la que hay numerosas versiones, en modo que me he permitido novelar un poco su exposición a partir de detalles de distintas fuentes coincidentes en lo sustancial, porque el legendario cuento se difundirá ampliamente y es incluido en distintas colecciones, crónicas, compilaciones y  antologías de los más diversos autores en el tiempo y el espacio, desde en francés Jacobo de Vitry (1160?-1240?) o el italiano beato Jacobo de la Vorágine (1230-1298), hasta la “Antología de Cuentos de la Literatura Universal de Ramón Menéndez Pidal (1955). Se menciona como germen la tradición celta irlandesa del siglo VI, pero la forma descrita aparece siglos después y como ocurre con otras leyendas, hay varias versiones en el occidente europeo, lo que nos habla de su difusión bajomedieval probablemente ligada a las comunidades cistercienses; así hay una versión de mediados del siglo XII en el monasterio de Afflinghen (Bélgica), y una traducción parisina de finales de dicho siglo. En la península ibérica aparece también otra equivalente protagonizada en el siglo XII por San Ero, monje fundador del monasterio de Armenteira (Pontevedra). Una versión equivalente con un monje anónimo existe en monasterio portugués de Villar de Frades. Cierta similitud se encuentra la leyenda galaicoportuguesa del Bendito San Amaro aunque de escenario incierto. También hay cierta equivalencia en “Los Siete Durmientes de Éfeso” que relata Jacobo de la Vorágine en la Leyenda Dorada, con un cierto fondo común pero que cambia sustancialmente el contexto. Donde la similitud llega al máximo grado es en el mencionado caso de San Ero, relato que después aparece en la Cantiga 103 de Alfonso X el Sabio (siglo XIII), «Quena Virgen ben servirá a Parayso irá», vinculado a la mediación de la Virgen, siendo aquí el ave protagonista un mirlo, también de bellísimo canto, que siglos después será versificado magistralmente por Valle Inclán en sus Aromas de Leyenda (1907):

Dulce canto de encanto en jardín abrileño

que hace entreabrirse la flor azul del ensueño.

La flor azul y mística del alma visionaria

que del ave celeste la celeste plegaria

oyó trescientos años al borde de la fuente…

El ingenuo milagro al pie de la cisterna,

donde el pájaro el alma de la tarde hace eterna,

en la noche estrellada cantó trescientos años

con su hermana la fuente…

          Estas distintas versiones y variaciones y otras que aparecen en el occidente europeo, bien estudiadas por Filgueira Valverde, nos hablan de un proceso de difusión y adaptación hagiográfica de ámbito monástico y la elaboración de recopilaciones, santorales y calendarios litúrgicos medievales.

          La leyenda de Virila o sus equivalentes, son una alegoría del misterio de la eternidad, y la moraleja que se desprende de estas narraciones como leitmotiv sustancial de las mismas es que si el canto de un simple ave es capaz de complacer el espíritu durante tres siglos a un hombre sin que se consciente del paso del tiempo, cuánto más será el gozo de vivir la eternidad junto a la luz eterna del Creador.

          La obra es un verdadero compendio de versiones hagiográficas y literarias, que a pesar de ser bien conocida y  descrita, se puede considerar que está hoy poco estudiada. Es muy factible, casi evidente, que debió existir un santo varón que sirviera de germen histórico a la leyenda, que luego haya sido adornado con la inclusión de aportaciones fabulosas que magnificaran el relato con la intención de engrandecerlo hasta llevarlo a situaciones que transgreden la lógica de la razón humana. El resultado es una narración folklórica que, fruto de la creación literaria individual del relator de turno, agrega visiones fantásticas, viajes al más allá, discursos y exhortaciones pedagógicas y moralistas, culto mariano, pasajes de ultratumba, etc., conformando un relato variopinto que deforma las raíces y disturba el posible análisis.

          Partiendo de las similitudes y equivalencias y buscando un impulso original de todas ellas, hay que valorar que hacia el año 924 el abad Virila viajó a Galicia, fecha que nos ofrece Carlos María López (Leyre, 1962), lo que parece clave en el nacimiento y difusión de la leyenda en otros cenobios monasterios constituidos después de esta fecha, como los monasterios gallegos de Ribas de Sil, Dozón, Oseira, Lalín y Armenteira, que conservan con más o menos detalle huella de la leyenda. Parece que Virila juega un papel primigenio, por razones cronológicos, en la difusión hagiográfrica.

          Mientras que en nombres como Ero o Amaro, u otros que circulan en otras variantes (Félix el monje alemán, el fraile francés Paúl Gontran, el fraile anónimo portugués de Vilar de Frades), son personajes míticos de los que hay nulo o escaso conocimiento biográfico fehaciente o no hay ningún dato de certeza histórica ni de memoria sepulcral, si encontramos en Virila datos de veracidad fidedigna, tanto de su persona como del escenario en que se sitúa el fabuloso acontecimiento, en modo que podríamos decir que en el relato navarro no todo es pura leyenda. Viril o Virila es un personaje de existencia histórica documentalmente probada, que nació en Tiermas (Zaragoza) en 870 y murió en el Monasterio de Leyre hacia el 950. Como abad se le cita en el 928  en documento del obispo Galindo de Pamplona, conservado en el «Libro gótico» de la catedral, y es acreditable su culto desde los días del rey Sancho III el Mayor (1004–1035). Un paquete de ocho diplomas del siglo XI muestran a San Virila asociado con las Santas Mártires, que fueron trasladadas al monasterio para elevar su importancia mediante el culto y la devoción a las reliquias que se profesaba en esa época, en especial en torno a la Ruta Jacobea.

          El Calendario cisterciense del monasterio de Leyre, lo mismo que en Tiermas hasta su desaparición, se ha celebrado siempre la fiesta del santo abad el día primero de octubre;  en la reforma del Calendario romano general como esa fecha se reservó a santa Teresa del Niño Jesús, la celebración de san Virila fue trasladada al tres de octubre. Sus reliquias se conservaron en Leyre hasta el 1835, excepto de 1820 a 1825, que estuvieron en Tiermas; se transportaron a la catedral de Pamplona hasta el 24 de octubre de 1979, fecha en que fueron devueltas a los monjes benedictinos del monasterio de Leyre.

          En su singular cripta, que no es totalmente subterránea y que destaca por sus grandes capiteles sobre pequeñas columnas, se encuentra el llamado túnel de san Virila, con tres pequeñas y estrechas ventanas en la pared oeste. Este túnel servía como salida del monasterio a los campos del entorno y actualmente está cegado y en su fondo hay una imagen de San Virila del siglo XVII.

          Incluso en el monte sobre el monasterio, en uno de los más bellos parajes de la sierra navarra, encontramos un atractivo sendero que transcurre a través de rincones que atesoran la magia del lugar, y que nos lleva hasta la fuente de San Virila, de la que emana una fina corriente de agua y en donde se cuenta que en Santo quedara cautivado por el ser alado. El lugar, paso obligado para los peregrinos procedentes desde Somport, es el arquetipo de bosque mediterráneo, en las faldas de la sierra, y al que acuden multitud de especies de aves, en particular el ruiseñor, asiduo en la zona y cuyo canto puede oírse por doquier, sobre todo en primavera.

          Algo de auténtico hay por tanto de Virila en este cuento, y la petición de abstracción que hice al lector para escuchar o leer el relato, la pido ahora para entender que no se trata aquí de juzgar si los acontecimientos referidos son o no posibles, ni si ocurrieron o no, sino que el mensaje que nos transmite es auténtico y real para el oyente o lector que sabe verlo. Así es como creo que lo entiende el canto, no de un ruiseñor sino un músico peregrino, José María Maldonado Agustina, cantante y autor de un patrimonio musical jacobeo sin precedente, que encuentra un equilibrio admirable entre la fábula y el espíritu peregrino que sabe nutrirse de la esencia de la peregrinación jacobea. 

 

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