Mucho antes que ocurriera el conocido robo del Códice Calixtino la catedral de Santiago de Compostela ya había sufrido otros expolios de una valiosa obra. En el mes de Mayo de 1906 desapareció la joya más antigua y uno de los mayores tesoros del santuario compostelano: la cruz de Alfonso III. Aunque su desaparición supuso para la Historia del Arte y para el Tesoro de la basílica jacobea una pérdida irreparable, y aunque la pieza nunca fue recuperada, el vacío de tan grave pérdida se atenuó
mediante la creación de una réplica que, cuando menos, palía aquel negro pasaje de la historia y hasta cabe decirse que lo suple dignamente gracias al estudio y conocimiento de los materiales y la técnica de la orfebrería artesanal. Durante siglos fue la emblemática Cruz de Santiago, hasta que el Barroco nos propuso la cruz espada hoy más extendida.
La cruz era una de las reliquias más apreciadas de los peregrinos, pues permaneció mucho tiempo junto a los restos del apóstol y era dada a besar a los caminantes. Tan suntuosa alhaja tuvo usos votivos y ceremoniales, siendo exhibida para veneración de los fieles en el relicario compostelano y portada como distintivo litúrgico en las solemnidades y procesiones mitradas de la catedral.
La cruz fue el fruto de una ofrenda al Apóstol que realizó el Rey Alfonso III en el año 874 a la Iglesia de Santiago, entonces una basílica que el mismo había restaurado. La donación tuvo lugar en tiempos del obispo Sisnando, en tiempos en que la sede compostelana buscaba ser exponente de la proyección del sepulcro apostólico como alternativa a la Iglesia Metropolitana del Toledo visigodo, primada de España, pero entonces en manos musulmanas. Son momentos en que se gesta la integración de Galicia en el reino astur (pronto leonés) y traduce el profundo sentido religioso del monarca y su plena devoción al Apóstol Santiago, que asume como intermediario ante Dios en su actuación política y en su futura vida eterna.
Desde la fecha de su donación la cruz se conservó en Compostela hasta el año 1906, fecha en que fue sustraída de la Capilla de las Reliquias sin dejar rastro de lo ocurrido. El canónigo D. José María Abeijón de Seárez, de San Pelayo de Carreira, fue quien descubrió el saqueo cuando se disponía a decir la misa de nueve y se encontró con varios objetos litúrgicos tirados por el suelo y huellas de pisadas sobre el altar.
La investigación policial advirtió que el ladrón o ladrones, aprovechando la oscuridad de la noche, accedieron a las cubiertas a través de la zona de la Corticela, donde hoy se ha instalado una reja erizada de pinchos, y desde allí cruzaron hasta el lado contrario para acceder a la Capilla de las Reliquias, en la que habían aserrado la reja de la ventana que comunica la capilla con las cubiertas de la Basílica y habían roto el cristal para introducirse por ella. Encontraron además otros restos abandonados, como una cuerda con nudos que presuntamente utilizaron para descender desde la cubierta al suelo o un aparato parecido a una pequeña grúa con un mecanismo de cuerda que servía para izar los objetos robados hasta la ventana superior. También se hallaron otros utensilios del robo, como una lima, un palo y un “hierro o tranquillo de ventana”, que fueron expuestos al público durante algún tiempo en los soportales del pazo de Raxoi, por sí alguien los reconocía y podía aportar alguna pista.
Como botín del atraco, además de la citada cruz de oro de Alfonso III, los autores del latrocinio se llevaron otra cruz de plata regalada en el siglo XV por el arzobispo Spínola, y una imagen de Santiago Apóstol con una valiosa aureola de plata dorada, también del siglo XV. Pese a que las autoridades de la época anunciaron una recompensa de cinco mil pesetas, que en aquel entonces era una recompensa muy importante, todas las pesquisas resultaron infructuosas y de ninguno de los objetos volvió a tenerse noticia.
Respondía a un modelo bien extendido en su época: Crux Quadrata o cruz griega de brazos trapezoidales de la misma longitud, que convergen por su lado menor en un disco central. Su interior estaba formado por un alma de madera sobre la que se aplica una fina lámina de oro, sujeta con pequeños clavos ocultos tras la minuciosa decoración sobrepuesta.
Con motivo de la muestra “Luces de Peregrinación” del Xacobeo 2004, la S.A. de Xestión do Plan Xacobeo acometió el loable reto de elaborar una réplica fiel de aquel original gracias al buen hacer artesanal de la firma Ánget S.L. La iniciativa de realizar la cruz de Alfonso III tenía como objetivo lograr una reproducción fiel al original, tanto en su morfología como en su espíritu, por lo que se realizó íntegramente a mano según los métodos y formas artesanales de la época, que obviamente no tienen nada que ver con la tecnología actual. La ejecución de su ornato requirió las más variadas técnicas de orfebrería: batido, estampación, soldadura, cincelado, laminado, hilado, relevado, fundido, engastado y talla de pedrería, además de la reutilización de entalles clásicos y de un antiguo esmalte.
Se pretendió alcanzar los límites y detalles más precisos, gracias a la documentación preexistente: la fototipia que Hauser y Menet realizada en 1905, pocos meses antes del robo de la pieza. También aportó información importante la comparación con la cruz de los Ángeles donada por Alfonso ll en el año 808 que se era su patrón antecedente. Asimismo fueron valiosas las descripciones de eruditos, historiadores y viajeros como Ambrosio de Morales, Mauro Castellá Ferrer, José Villaamil y Castro, José María Zepedano y Antonio López Ferreiro proporcionaron datos relevantes para conocer esta valiosa pieza y sirvieron de base para la elaboración de plantillas y dibujos detallados. Se optó por no respetar las mutilaciones sufridas y los elementos ajenos a la cruz original, reponiendo las partes desaparecidas de las que se tuviera información y a la vez librarla de las deformaciones y agresiones.
En el siglo XIX, el medallón del disco central original del anverso no se conservaba al hacer la fototipia; en su lugar, quizás ocultando la maltrecha labor primitiva, se observa una cruz pectoral de cristal unida a una patena de plata dorada que busca recrea el diseño original perdido o deteriorado, pero de mala factura y desvirtuando la estética de la cruz. Hubiera sido un error y una falsedad histórica su reproducción, por lo que se resolvió hacerlo siguiendo las detalladas descripciones existentes de la pieza original. Se sabía bien junto a los campos de filigranas la cruz «tenía doce piedras«, de las que Castellá Ferrer vería algunas y los engastes de las que faltaban: «casi todas se han perdido, o las han hurtado en tiempos antiguos«. Responde bien a la simbología del número 12, con una gema de mayor tamaño que señalase el eje y resulta adecuada para un lugar especialmente santo, tenido como el lugar en donde apoyaba la cabeza de Cristo. Un ágata oval presidía el disco central del anverso, disponiéndose a su alrededor doce piedras que alternan la forma de lágrima con la oval. La presencia en la fototipia de una anilla en medio de cada travesaño horizontal evidenciaba la antigua existencia de las letras griegas Alfa y Omega del Apocalipsis suspendidas por cadenas, simbología era frecuente en ilustraciones altomedievales y relieves coetáneos, por lo que se decidió reponerlas.
En cada brazo se distribuyen piedras preciosas sobre engastes de oro (cornerinas, melanitas, topacios, amatistas, turquesas); la mayoría son lisas, otras son entalles figurativos o con inscripciones. Los engarces se realzaron con cordones perlados que originalmente describían dos anillos concéntricos a su alrededor. Delimitando los engastes se dispone tanto en la cruz como en sus brazos una riquísima labor de filigrana en “palmetas” en “C” y en “cálices” y otros dibujos intermedios, y en los brazos se disponen unas “cadenetas” en zigzag de pares de hilos entorchados y pareados, y “tabiques” compuestos por finos hilos aplanados que delimitan los campos de filigrana.
Lo que más distingue la decoración del reverso de la Cruz es el pequeño broche rectangular del disco central. Nos encontramos ante un esmalte tabicado de corte visigodo de ejecución anterior a la propia cruz, enmarcado en perlas asentadas en cartuchos de oro. Representa dos blancas palomas con manchas rojas picando una fruta azulada sobre fondo verde, de clara alusión eucarística: las almas de los justos se alimentan de la semilla de la Salvación que han conocido a través de la Revelación de Cristo y de su Sacrificio. Además de la iconografía y del color aportados por la placa de esmalte, subraya la situación privilegiada del medallón la impronta de ocho cabujones ovales para engarce de piedras, que alternan con otros tantos campos de filigrana. Estos cabujones con sus engastes, ahora repuestos, habían sido eliminados en distintos momentos para colocar al igual que sucedió en el anverso, el crucifijo de
Ordoño II, hoy conservado en el Tesoro de la Catedral de Santiago. Los brazos del reverso de la cruz, en oposición al anverso, son lisos en su mayor parte y en sus extremos se ven cuatro piedras grandes que podrían aludir a los Evangelistas ya que, durante toda la Edad Media, fue éste el lugar privilegiado para las representaciones del Tetramorfos. Contorneando las cuatro piedras, hay unas hileras de perlas y piedras engarzadas en campos, enmarcadas por hilos de oro trenzados. Y distribuido en sus bordes encontramos el texto de la inscripción que expresa la ofrenda regia. La dedicación dice así:
+ OB HONOREM SANCTI IACOBI APOSTOLI / OFFERVNT FAMVLI DEI ADEFONSUS PRINCEPS CVM CONJUGE SCEMENA REGINA / HOC OPUS PERFECTVM EST IN ERA DCCCCA DVODECIMA / HOC SIGNO TVETVR PIVS / HOC SIGNO VINCITUR INIMICUS