Adulfo II, o Ataulfo, fue obispo de Iria-Compostela entre los años 855 y 876, cuando el sepulcro apostólico hacía bien poco que había sido descubierto por Teodomiro y la incipiente Compostela aún carecía de reconocimiento formal respecto a Iria Flavia, pues ésta era la sede oficial y aquella solo la residencia obispal.
Eran tiempos en que se sucedían, con grave peligro, los ataques normandos que, entrando por la ría de Arosa y el río Ulla, llegaban hasta Iria y la atacaban en busca de todo el botín material y humano que pudieran lograr, dejando a Iria en una situación muy precaria y obligando al clero y a la población a huir al Locus Sancti Iacobi y su primer núcleo urbano, más seguro y defendible que la vega iriense. Algunas de las incursiones normandas pretendieron llegar hasta la aún naciente Compostela para robar como botín los restos apostólicos y pedir alto rescate por ellos. La intervención del Conde Pedro resultó fundamental, salvando a Santiago de la amenaza, venciendo al invasor y disuadiéndole en el futuro de este objetivo.
Es entonces cuando el obispo de Iria Adulfo o Ataulfo II, hizo a Roma la solicitud de trasladar la sede por razones de seguridad, a lo que el papa Nicolás I accedió, aunque a condición de que Iria mantuviese la condición de cátedra o sede oficial sobre Compostela. Es a partir de este momento que surge, para los obispos de Iria, la nominación de Obispo de Iria y de la Sede Apostólica, que luego generará tensiones entre Roma y Compostela.
Las costumbres por aquellos tiempos no eran precisamente ejemplares, ni el ámbito monástico ni en el laico, y las incursiones normandas y las razias árabes favorecían un ámbito que propiciaban los desordenes, desenfrenos y abusos en las costumbres, con escándalos, concubinatos, ventas simoníacas y todo tipo de desordenes. El buen obispo Adulfo II se propuso acabar con estos desequilibrios y recuperar, incluso con mano dura, la disciplina eclesiástica. Tal actitud contrarió en extremo los intereses de cuantos disfrutaban de tales alborotos, por lo que al obispo Adulfo le surgieron enemigos que buscaron su perdición ante el monarca Alfonso III. Fue acusado del abominable crimen de la sodomía, y se sobornó a los siervos del propio obispo, Zadan, Cadón y Acipilón quienes, probablemente resentidos por la austeridad reinstauradora del prelado que les hacía perder sus prerrogativas y prebendas, se prestaron a acusar a su obispo ante el rey, de tratos traidores con los moros. Con tan malas artes y perversa y desleal estrategia se convenció al rey de sus culpas, que lo apresó, y ante las alegaciones de inocencia del obispo, resolvió someter el caso al «Juicio de Dios».
El acusado debería comparecer ante un toro bravo como modo de dirimir su culpabilidad o inocencia. Asumió Adulfo la prueba con sumisión, celebrando antes la Eucaristía y presentándose luego ante el astado con su vestuario obispal y sus ornamentos sagrados. Suelto el morlaco y azuzado por perros, arremetió la fiera en primera intención,
pero al llegar ante el siervo de Dios con su mirada y sus pensamiento puestos en la justicia divina, frena su envestida, depone toda su cólera e inclina su testuz con mansedumbre, dejando que el obispo cogiera sus cuernos con sus manos, mientras los asistentes prorrumpían en aclamaciones de admiración ante la inconfundible prueba de su inocencia. El milagro legendario fue recogido en un romance de la Crónica General de Alfonso X:
En Oviedo reina Alfonso,
hijo del rey don Ordoño;
a Ataulfo, su arzobispo,
con el rey le habían mezclado.
Dijeron al rey que es moro
y que tiene concertado
de entregarles la Galicia
do él tiene el obispado.
Creyó el rey que era verdad
aquesto que le han contado.
Jueves era de la Cena
cuando el rey había mandado
que se venga para Oviedo,
que el rey le está aguardando.
El arzobispo que supo
el mensaje que le es dado,
adereza su persona,
y a Oviedo se había llegado.
Fuérase a San Salvador,
que es templo a Dios dedicado,
por hacer la su oración
y decir misa en sagrado.
Esos alcaldes del rey
mucho le han denostado,
diciendo que antes debiera
ir al rey besar la mano
que no entrar en la iglesia
como él había entrado.
Respondió el arzobispo
que no habían bien hablado,
que muy más guiado era él
y todo buen cristiano,
ver al que era Rey de todos
que no al rey que era mundano.
Mandó el rey traer un toro;
esquivo era y muy bravo;
metiéronlo en la plaza
que estaba ante el palacio;
acosáronlo muy recio;
ensañado está bramando…
Y que mate al arzobispo
tenía determinado,
Ya había dicho la misa
aqueste arzobispo honrado,
saliérase de la iglesia
do el toro está allegado.
El toro, cuando lo vido,
arremetió denodado;
llegándose cerca de él,
muy manso había quedado.
El le trabó de ambos cuernos;
en las manos le han quedado.
El toro arremetió a aquellos
que de él habían mal hablado.
Muchos de ellos dejó muertos,
huyendo se es ido al campo.
El arzobispo bendito
a la iglesia se ha tornado;
en ella puso los cuernos
en memoria de lo pasado.
Loando están al Dios del cielo
por el milagro contado”.