A través de los caminos que conducen a Santiago de Compostela van a encontrar un ámbito propicio los primitivos juglares franceses y españoles para su actividad trashumante y la búsqueda de un auditorio cambiante ávido de historias y novedades en forma de romances épicos, cantares de gesta, poemas y noticias procedentes de otros rincones de la península y de toda Europa.
Desde finales del siglo XIV y durante el XV los juglares son sustituidos paulatinamente por otro tipo de intérpretes trashumantes que recurren al canto no como dedicación genuina, sino como recurso, para la obtención de limosna y donativo que piden a cambio de sus historias cantadas. Entre ellos van a predominar gentes con menoscabo de su condición física, muy peculiarmente los ciegos, que con sus romances y coplas, acompañadas de guitarra, violín, zanfona o pandero, son bien recibidos entre peregrinos y entre las gentes asentadas a lo largo de las vías de peregrinación y sus pueblos colindantes, que escuchan con avidez las
heroicas historias del género épico que llegan desde tierras lejanas, trayendo noticias de héroes, hazañas, milagros, venganzas, apresamientos, curiosidades, chismorreos y fantasías que, más allá de su crédito e incluso de su arte, son oídas con agrado por un auditorio no muy exigente que no pocas veces encuentra razonable corresponder con algunas monedas.
Una variante singular fueron los Romances de ciego llamados Aleluyas o Pliegos de Cordel, que narraban historias en verso, ilustradas con imágenes. Surgen en el siglo XV tras la creación de la imprenta, y se llamaban de cordel porque para mostrarlos y venderlos se colgaban de una cuerda, como forma de ganarse la vida. El ciego, acompañado por un lazarillo, reunía a las gentes de un barrio o pueblo en la plaza y allí desplegaba un gran cartel donde estaban pintadas las escenas de la historia. Entonces, señalando las escenas con un bastón, empezaba a declamar en alta voz las estrofas de la historieta. Se contaban historias moralizantes, sucesos escabrosos, robos y crímenes, que tenían mucha aceptación popular y ejercían una función educativa y moralizante.
Los primeros acercamientos a la romería jacobea de los ciegos serían, a buen seguro, como piadosos peregrinos en busca de una proclamada curación que, acrecentada por la fantasía y el deseo, les llega como oportunidad soñada. Desengañados y acuciados por la necesidad de ganarse la vida, más difícil si cabe para los privados de la visión, escuchan los relatos y cantos de quienes van y vienen por la senda jacobea, los aprenden, sin duda desde sus desarrolladas habilidades auditivas, incluyen su propio anecdotario, elaboran su repertorio y adquieren algunos instrumentos que aprenden básicamente a manejar y con los que se acompañan. Así encuentran cierto acomodo en este mundo nómada y musical una salida digna, apoyados en la hermandad cristiana y en la necesidad de una vida ambulante, por lo que acaban enrolados en este fabuloso mundo de la juglaría andariega.
Parece que los primeros juglares que padecen la ceguera aparecen ya en los siglo XIII y XIV, en que algunos invidentes acreditan sus admirables habilidades musicales con la cítara, la vihuela y el canto, adquiriendo prestigio en la corte y ante la aristocracia, donde logran fama de buenos tañedores y cantores de sus propias composiciones y llegan a ser recomendados para deleitar los sentidos, reconfortar el espíritu y aliviar las penas del alma. Pero se trata de juglares e incluso verdaderos trovadores, que padecen de ceguera, no de ciegos que recurren a cantigas callejeras que sirven a los ciegos para pedir limosnas por las puertas y los caminos en forma más propia de mendigos que de verdaderos juglares:
Varones buenos e honrados,
Querernos ayudar;
a estos ciegos lazrados
la vuestra limosna dar…
Los ciegos, con su tradicional fino oído tanto para la música como para escuchar y recoger noticias, terminan por convertirse en reconocidos transmisores de novedades a lo largo del Camino de Santiago, incorporando con una visión picaresca cierta habilidad e ingenio para la rima de lo que va a conformar el acervo de piezas que se reúnen bajo la etiqueta de
coplas o cantares de ciego. A ese acervo contribuye el erudito y músico ciego burgalés Francisco de Salinas (1513-1590), que aunque no se conoce su música, recogió una gran cantidad de canciones populares llenas de encanto y dulzura en su tratado «De Música libri septem», muchas de las cuales serán cantadas por ciegos a lo largo del camino francés.
Entre este peculiar colectivo de músicos cantores se impone, quizás por su más fácil aprendizaje entre ciegos, la zanfona, y pronto los ciegos se constituyen en el colectivo de usuarios mas amplio de este instrumento. En algunos lugares de España se reconoce a los ciegos zanfonistas ciertos beneficios, como vender hojas con canciones y romances que ellos mismos interpretaban. En ocasiones toman un aprendiz también ciego, mediante contrato legal, como el establecido entre Juan Diego y el ciego Pedro de Coiro en Betanzos (A Coruña), por el que éste se compromete a llevar con él y enseñar al hijo de aquel a tocar la zanfona en el plazo de 3 años, a cambio de 6 ducados mensuales, zanfona y manutención aparte. Por tanto el oficio debía proporcionar ingresos considerables, al menos para un minusválido del siglo XVI.
Esta simbiosis entre el ciego y la zanfona supo por un lado que sean estos quienes hacen sobrevivir este instrumento en España en tiempos en que parece destinado a desaparecer. Pero por otro lado, descuidan ostensiblemente tanto el mantenimiento del instrumento y el arte de su uso, por lo que pierde calidad sonora y llega a ser etiquetado entre el público generalmente como instrumento vulgar y malsonante lo que le va llevar prácticamente a su decadencia y casi total desaparición.
En esta etapa de decadencia todavía se puede oír cantar y tañer sus zamponas en la Puerta Santa de la catedral compostelana despidiendo al siglo XIX, cuando la propia peregrinación jacobea se encuentra en sus horas más bajas, a pesar de lo cual siguieron fieles a la llamada del Apóstol al comienzo de los años jubilares, con sus cantigas y romances de ciego. Así nos lo acredita el gran estudioso de la música en el Camino de Santiago Pedro Echevarría Bravo, siguiendo las noticias que dejara el canónigo y musicólogo Santiago Tafall, quien recuerda que siendo niño, presenció el 31 de diciembre de 1868 cómo cantaban los ciegos, terminadas ya las vísperas, al anochecer, ante la Puerta Santa. «Desde aquel día – añade – todos los jueves y domingos formaba yo en la pila de aldeanos que, con religiosa atención oían aquel concierto». Su hermano Rafael Tafall, entonces organista de la catedral anotó las melodías que los ciegos cantaban con sus zanfonas, lo que ha permitido su conservación.
«O Alalá foi a Roma,
O Alalá foi e veu,
foi a decirle o Padre Santo
que viñese o xubileu».
Esta costumbre subsistió todavía durante los Años Santos de 1875, 1880 y 1886, así como el Jubileo extraordinario de 1885, pero fue decayendo paulatinamente, hasta que el próximo año Santo de 1897, dejó de cantarse y prácticamente desaparecen tanto de los caminos de romería como de la meta de la gran ruta jacobea.
Llega, no obstante, hasta nuestros días, algunos de estos cantos de la mano de un rescatador de este legado como fue Faustino Santalices, del que podemos oir estas Cantigas de cegos.
Como testimonio de un pasado perdido nos llega algunos retazos gallegos de lo que debió ser este legado singular, como son los del entrañable y popular Florencio, o ciego dos Vilares, a quien veremos y oiremos aquí en algunas de sus interpretaciones que merecen conservarse, más allá de sus valores artísticos interpretativos por el sabor nostálgico y romántico de una época añeja.
O cego dos Vilares interpretando unha muiñeira.
Muñeira con gaita y pandeiro
O Cego dos Vilares-O Testamento do gato
Cierro este atractivo y nostálgico bloque temático tan peregrino y tan gallego, con el trabajo de Pablo Quintana que editó en 1982 un disco con el título O cego andante, culminación artística de un valioso trabajo de investigación etnográfica que es un homenaje a los ciegos cantores que recorrían Galicia llevando la música de un lugar a otro.
Ábreme a portiña,
ábreme o postigo,
dame do teu lenzo
¡ai meu ben!
que veño ferido. Pois se vés ferido
vés a mala hora,
que as miñas portiñas
¡ai meu ben!
non se abren agora. Miña nai esperte,
nin tanto dormir,
veña ouvir un cego
¡ai meu ben!
cantar e tañir. E se il canta e pide
dalle pan e viño,
dille ó triste cego
¡ai meu ben!
que siga o camiño. Non quero seu pan,
nin quero seu viño,
quero que Rosiña
¡ai meu ben!
me ensine o camiño. Culle, ou Rosiña,
a roca e o liño,
vai co triste cego
¡ai meu ben!
decirlle o camiño. Anda, ou Rosiña,
máis outro pouquiño,
son curto de vista
¡ai meu ben!
non vexo o camiño. De condes e duques
xa fun pretendida
e agora dun cego
¡ai meu ben!
véxome rendida. Eu non che son cego,
nin Dios o permita,
sonche o conde Alberto
¡ai meu ben!
que te pretendía. Adeus miña casa,
adeus meus quintais,
adeus compañeiras
¡ai meu ben!
para nunca máis.
Muito interessante! Obrigada.
Curioso desconocía esta forma genuina de los invidentes y/o demás gentes con alguna otra discapacidad de ganarse la vida, entre los siglos XIV a XIX, por medio del canto como recurso para obtener un donativo o limosna a cambio de sus romances, coplas e historias cantadas
Dejando aparte a los cantantes o músicos reconocidos o profesionales, esta forma de intentar ganarse la vida hoy en día aún pervive en los músicos callejeros, si bien ya no son invidentes (éstos mas bien se la ganan con la ONCE)