Nunca olvidaré aquella víspera del día de Santiago del año 2003. Estaba con mi mujer y mis hijos de vacaciones en Galicia, en una casa rural de Valga desde donde cada día visitábamos un rincón emblemático de los muchos que tiene Galicia, La Torre de Hércules en La Coruña, El casco viejo de Pontevedra, La desembocadura del Miño en La Guardia, La isla de la Toja, La ruta jacobea por Ría de Arosa y Río Ulla, el Castillo del Conde de
Gondomar en Bayona, el de Pedro Madruga en Soutomaior, la Playa de la Lanzada, El Santiaguiño de Padrón, La Virgen da Barca en Muxía, el mirador de A Curota, una puesta de sol desde el mítico Finisterre, un tramo simbólico del Camino desde el Monto del Gozo con mi hija Blanca…
La tarde noche del 24 de Julio está destinada a la ciudad de Santiago, y ya horas antes de las doce de la noche nos dispusimos en un buen lugar de la Plaza del Obradoiro con bocadillos y agua, sentados en el suelo. Había buen ambiente y el diálogo con los vecinos era un espontáneo modo de pasar el rato contando anécdotas y cenando a la interperie frente a la mágica fachada catedralicia con sus
torres como lirios y su espíritu eterno de piedra. Poco antes de las doce empieza el espectáculo. La megafonía recrea un entorno inenarrable entre música vocal con instrumentos de época alternando con fragmentos sinfónicos de vibrante esplendor. Se desata el dispositivo pirotécnico, sobre la fachada se proyectan imágenes con efectos de luces y colores, y el techo de la plaza es una bóveda repleta de arcos que centellean y se abren como palmeras o fuentes de luz.
Viene a mi mente unas palabras que mi hermano dirigió a mi padre hace más de cuarenta años viendo los fuegos artificiales de Elche: «Mira papá, tiros que se rompen y lloran»… las oigo en mis oídos como recién dichas, alguien las está reeditando en mis oídos a cada instante con la misma voz infantil de mi hermano, y todo transcurre anti mí como si nada existiera a mi alrededor como si el universo y yo fuéramos las dos partes de un mismo binomio.
No sé cómo ni cuándo terminó. Otra voz infantil me devolvió a la realidad: «Papá, sécate las lágrimas»… era mi hija Blanca, que acabada de hacer conmigo un breve tramo del Camino y de rezar conmigo ante el sepulcro del Apóstol. Caminaba conmigo de la mano hacia una de las salidas de la Plaza del Obradoiro, que iba vaciándose poco a poco de gente después del emocionante espectáculo pirotécnico que me hizo viajar en el tiempo.
Muy emotivo, precioso, gracias